lunes, 5 de diciembre de 2016

El 6-D como símbolo

Durante la mayor parte de mi vida el 6 de diciembre fue simplemente un día de fiesta. Tal como sucede con aquello que das por sentado y no ves peligrar, pensaba que no era necesario reivindicarlo ni celebrarlo de una forma especial. En esa misma línea, los actos institucionales que veía por televisión me resultaban deliciosamente aburridos, previsibles en su medida loa a una norma, la Constitución, que nos había costado conseguir, pero que parecía tan firme como los cimientos de las pirámides. Entre los problemas que debíamos afrontar no se encontraba el cuestionamiento a las bases de nuestra convivencia.
Como sabemos, ésta no es la situación en la actualidad. No se trata tan solo de promover la reforma de la Constitución (desde el año 1978 ya se ha modificado dos veces) o, incluso, de introducir cambios sustanciales en la misma; lo que forma parte de las posibilidades que ofrece la misma Constitución; sino de cuestionar el consenso que la Constitución representa. Este cuestionamiento ya no de tal o cual precepto o institución recogida en la Norma Fundamental, sino de la propia norma en sí es extremadamente irresponsable.
Es irresponsable porque desconoce que un consenso como el que representa la Constitución de 1978 solamente puede ser desplazado cuando exista otro consenso constitucional, no antes. Con frecuencia la crítica a la Constitución no se detiene en el planteamiento de su reforma, sino que incluye la negación expresa del valor del acuerdo alcanzado hace casi cuarenta años. Esta crítica no solamente es injusta, tal como intentaba explicar hace un tiempo; sino que también deteriora la convivencia actual. La afirmación de que el consenso se ha roto o que es insuficiente o, peor todavía, que nació viciado, contribuye a deslegitimar las normas que rigen nuestra sociedad, lo que facilitará las aparición de situaciones de conflicto. En Cataluña tenemos ejemplos abundantes de ello.
No se trata, por supuesto, de negar que todo pueda ser objeto de debate y de análisis; y, por supuesto, no hace falta recordar que la libertad de expresión es uno de los puntales de nuestra democracia; pero, por una parte, es exigible a las fuerzas políticas y a los responsables públicos que sean conscientes del sentido de sus mensajes y propuestas. Quien plantea la ruptura del consenso constitucional (lo que es algo diferente de la propuesta de reforma de la Constitución, tal como he indicado) debe asumir que se está colocando en una posición que es previa a la de un estallido revolucionario, que deslegitima las instituciones y dificulta el diálogo entre fuerzas políticas porque se aleja del marco natural de dicho debate, que es precisamente el que marca el consenso constitucional.
Por otra parte, además, hemos de ser extremadamente cuidadosos con la separación entre los planteamientos que los políticos puedan realizar a título personal y las decisiones que tomen como cargos públicos. Si como ciudadano o miembro de un partido es legítimo cuestionar el consenso constitucional -por muy equivocada que esté esa postura-, como autoridad pública no es de recibo que ponga las instituciones al servicio de un propósito que se sitúa más allá de dicho consenso. Es decir, el Sr. Pisarello puede sostener que no hay nada que celebrar el 6 de diciembre, pero el Ayuntamiento de Barcelona (y cualquier otro ayuntamiento o administración pública) ha de honrar la fiesta que homenajea a la norma básica de nuestro sistema institucional. Tal como nos recordaba hace poco el Tribunal Supremo (sentencia de 28 de abril de 2016), la libertad de expresión es un derecho de los ciudadanos, no de las administraciones públicas. Éstas deben actuar respetando el ordenamiento jurídico y, obviamente, también la Constitución. Para las administraciones públicas no puede haber un vacío de legalidad: en tanto la Constitución no sea sustituida por otra ésta es su norma básica y a ella han de ajustar su actuación. Y, evidentemente, no entra en las facultades de la administración dejar de celebrar el día que el conjunto de los españoles han elegido para festejar el marco de convivencia del que, precisamente, derivan sus poderes las diferentes administraciones; incluidas aquellas que de manera arbitraria pretenden situarse por encima de la Constitución.



Es cierto que celebrar o dejar de celebrar una fiesta se mueve en el marco de lo simbólico; pero esto no ha de suponer que carezca de importancia. Los símbolos importan, y mucho. El actual cuestionamiento de la Constitución, especialmente virulento en los secesionistas y quienes les apoyan nos permite verlo con meridiana claridad. La crítica radical a la Constitución implica también la destrucción de uno de los pocos puentes que mantienen aún la conexión entre los catalanes y el resto de los españoles. Se inserta, por tanto, en la campaña que pretende alejar a los catalanes del proyecto común español, y que se concreta en la erradicación de la bandera española de edificios y lugares públicos, su sustitución por la estelada en algunas ocasiones y en la eliminación de toda referencia a la historia común de los catalanes con el conjunto de los españoles.
Esta mutilación simbólica en Cataluña se hace en ocasiones vulnerando de manera clara la ley (como sucede en el caso de la exclusión de la bandera española o de la colocación en lugares de titularidad pública de la bandera estelada); pero las dificultades que se derivan del quebrantamiento de la norma son afrontadas por los independentistas que son plenamente conscientes del valor de los símbolos. Más allá de la ingenua llamada a no dejarse envolver por los trapos, lo cierto es que la sustitución de unos símbolos por otros contribuye a orientar la actuación política y la opinión pública. Es difícil en ocasiones actuar contra lo que se piensa que es la opinión mayoritaria -casi a diario soy testigo de ello- y el que el espacio público esté ocupado por quienes niegan la participación de Cataluña en el proyecto español y de ese mismo espacio público sean expulsados los símbolos que hablan de dicha participación facilita que vayan calando otros mensajes.
Es por esto que la fiesta del 6 de diciembre es hoy en día más necesaria que nunca; no solamente porque honra la mejor Constitución que España ha tenido, la que nos ha traído más democracia, más progreso y más libertad, sino porque, además, ahora es un símbolo, un símbolo de la participación de los catalanes en ese proyecto común español que tanto nos ha dado.
Mañana unos cuantos dirán que "no hay nada que celebrar"; pero yo creo que sí tenemos mucho que celebrar, y que ahora hemos de celebrarlo y hemos de hacerlo saliendo a la calle, para que también nosotros seamos algo que en ocasiones como ésta es muy importante: un símbolo; un símbolo de unidad, de convivencia, de democracia y de libertad.

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