viernes, 14 de noviembre de 2014

Sobre acuerdos y consensos

Estos días he vuelto a dos entradas escritas hace más de siete años [Sobre los acuerdos y los consensos (I) y Sobre los acuerdos y los consensos (II)]. Las recupero aquí juntas porque ahora se vuelve a hablar de estos temas: consensos, acuerdos, necesidad de negociar, de hacer política, etc. Mi planteamiento, ya lo adelanto, es que deben diferenciarse los acuerdos de los consensos. Los segundos solamente se consiguen cuando las partes encuentran aquello en que realmente coinciden. No implican un toma y daca, sino el hallazgo de una perspectiva compartida. Los consensos no sustituyen a los acuerdos, sino que son la base sobre la que se asientan estos.
Acordar se puede acordar con cualquiera, los consensos, en cambio, solamente son posibles a partir de ciertas coincidencias. Por eso -y no quiero ser piedra de escándalo por esto- pienso que hay temas que no pueden negociarse, simplemente porque es imposible encontrar esa perspectiva común en la que las diferentes partes puedan coincidir. Por poner un ejemplo en el ámbito familiar: si un miembro de la pareja quiere hijos y el otro no ¿qué negociación cabe sobre esto? Tan solo es posible que uno consiga convencer al otro, pero no podrá haber acuerdo alguno más allá de tal convencimiento.
Es por esto que me parece que en relación al independentismo en Cataluña debemos asumir que ningún acuerdo es posible. Los independentistas no estarán conformes más que con la independencia y quienes están contra ella no la admitirán. Es posible que unos convenzan a los otros, pero no existe punto intermedio entre ambas posturas.
En fin, sin más preámbulos paso a lo que escribí hace siete años.



Uno de los fenómenos que me entretienen de vez en cuando es la observación de la forma en que ciertas palabras o expresiones son asumidas por todos nosotros en muy poco tiempo. No me refiero a la aparición de palabras nuevas, normalmente procedentes del inglés y asociadas con frecuencia a los cambios tecnológicos; sino a cómo términos de uso restringido -aunque, a veces, entendidos por todos- comienzan a ser utilizados por los medios de comunicación, los políticos y, finalmente, por todos nosotros. Con frecuencia, una vez que se produce esta generalización nos da la impresión de que siempre han estado ahí, que siempre han sido utilizados con la asiduidad y el sentido que nosotros le damos; y nos cuesta asumir que hubo un tiempo en la palabra "solidaridad" no se usaba con más frecuencia que términos como "farfullar" o "soliloquio"; en que habíamos de recurrir al diccionario para conocer el significado exacto de "consenso"; o (y esto es más reciente), en que los empates eran simplemente empates y no "empates técnicos", como se dice ahora.
Pongo ejemplos que tienen significado para mí. Cada cual, seguramente, tendrá los suyos. En lo que se refiere a "solidaridad", fue la aparición del sindicato en Polonia a principios de los años 80 del siglo XX lo que popularizó la palabra, que era evidentemente, conocida, pero poco pronunciada. Yo todavía recuerdo cómo nos trabábamos al decirla. Una vez adquirida soltura, sin embargo, debimos pensar que un esfuerzo como aquél debía de ser aprovechado, y la palabra prosperó, hasta el punto de que hoy en día cuesta encontrar un sólo párrafo que pretenda despertar los buenos sentimientos que no la utilice varias veces. Los empates técnicos proceden, si no me equivoco, de las elecciones generales de 1993. La igualdad en los sondeos entre el PSOE y el PP hizo que fuera frecuente la aparición en los medios de los responsables de las encuestas, quienes, con frecuencia, se referían a la situación como "un empate técnico", queriendo significar algo así como que el margen de error que tiene cada sondeo era mayor que la diferencia en la intención de voto entre ambos partidos, lo que impedía determinar quién sería el ganador de las elecciones. La expresión gustó, y desde entonces hemos sufridos empates técnicos insospechados (cuando un partido de fútbol acaba con el resultado de 2-2 ¿nos encontramos ante un empate técnico o se trata de un simple empate, mondo y lirondo?).
Dejo para el final el consenso, que es el término el que hoy me quiero detener. En mi memoria la proliferación del término se remonta a la transición. En aquella época se empleó con frecuencia, asociándose a las complejas negociaciones entre las distintas fuerzas políticas que tuvieron como resultado la democracia en la que hoy vivimos. Pese a que el diccionario no diferencia en exceso entre acuerdo y consenso, los que, aún como niños, fuimos testigos de aquellos años podemos percibir una diferencia entre ambos términos. Cuando se hablaba de consensos y no de acuerdos se transmitía la impresión de una complicidad entre las partes que puede no darse en el acuerdo. El acuerdo supone una regulación que conviene, en un momento y circunstancias dadas, a quienes llegan a él. En los años 70 del siglo XX percibíamos el consenso como algo más profundo. El encuentro de aquellos puntos en los que el parecer y el sentimiento coincidían. En un acuerdo no es preciso que sus autores piensen que lo acordado es correcto. Tras concluirlo ambos pueden pensar de forma diametralmente opuesta habiéndose conseguido tan solo un instrumento útil para fines que interesan a ambos. Cuando hablamos de un consenso debemos ir más allá. No se trata de determinar hasta dónde puedo llegar en la negociación para conseguir el máximo provecho para mis intereses, sino encontrar aquellos puntos o planteamientos en los que existe una coincidencia. El consenso permite, por tanto, identificar lo que de común hay entre quienes sostienes opiniones divergentes. Este punto común ya no precisa ser acordado, porque es el mismo para todos.
Durante la transición, los ciudadanos de a pie creímos percibir que los políticos habían identificado efectivamente estos puntos de consenso que nos permitirían avanzar como país. Ese terreno más allá de los acuerdos o disputas que nos otorgaba una cierta seguridad. La confianza de que había ciertos referentes que no cambiarían. Esta sensación de seguridad, fruto, precisamente del consenso, que no del acuerdo, fue, creo, uno de los grandes logros de la transición.
Ahora, treinta años después he de confesar que echo de menos ese consenso. En estos treinta años el mundo ha cambiado y el país ha cambiado. Quizás sea esta la causa de que ciertos elementos de aquél consenso de la transición estén sometidos a escrutinio. La forma del Estado (la monarquía parlamentaria) y la estructura de éste (el estado autonómico) están siendo cuestionados en los últimos años. No es que haya una propuesta formal para cambiar la forma o la estructura del Estado, o al menos las formulaciones explícitas y expresas de esta pretensión no han traspasado más que la epidermis de la sociedad y la política española; pero sí se percibe la duda sobre ambos extremos, duda que es visible tanto en el discurso político como en los medios de comunicación o en las conversaciones ante el café del ciudadano común. Es una percepción subjetiva, pero que no creo que se aleje excesivamente de la realidad. Además, cuando estamos hablando de consensos casi tan importante como el contenido del acuerdo es la percepción del mismo. Cuando se aprecia que existen dudas en el discurso público sobre el mismo gran parte del efecto de estabilidad que se le presumen se volatiliza.
Ciertamente, este debilitamiento del consenso, que a mi personalmente me preocupa y disgusta, puede ser positivo. El cambio a una situación diferente a la actual precisa la ruptura del consenso, y para quien esté interesado en llegar a ese escenario este cuestionamiento será percibido como positivo. No discuto que esta percepción sea tan valiosa, al menos, como la mía, y no pretendo que haya elementos objetivos que nos permitan averiguar cuál es mejor; aquí me limito a ponerlo de relieve para, a continuación, y en otra entrada, reflexionar mínimamente sobre algunas de las consecuencias de esta situación.

De acuerdo con mi percepción, por tanto, el consenso es la base sobre la que se pueden construir acuerdos. Los consensos, por tanto, desempeñan un papel fundamental en cualquier sociedad. En la nuestra, y en las circunstancias actuales, creo que son especialmente necesarios. Ello es debido a que en los primeros años del siglo XXI todo el mundo, y también nosotros, los españoles, debemos ajustar nuestras estructuras sociales y políticas a un fenómeno de transcendencia multisecular como es la globalización. Una de las muchas consecuencias de el proceso de integración mundial es la necesidad de repensar la forma en que se organizan políticamente las sociedades, pues el Estado, monopolizador del poder público en los últimos siglos, ve su posición cuestionada.
Hace unos años tenía la percepción de que España se enfrentaba a este fenómeno en mejores condiciones que otros países, precisamente por la existencia de un modelo de Estado descentralizado y flexible. El Estado autonómico permite diferentes diseños y pruebas que podrían facilitar la adaptación a las exigencias de la globalización. Me imaginaba un escenario en el que sería posible discutir abiertamente sobre el papel del Estado, las Comunidades Autónomas y las corporaciones locales con el objeto de conseguir un sistema que permitiera satisfacer las necesidades de los ciudadanos (infraestructuras, seguridad, sanidad, educación...) en un entorno cada vez más influido por el exterior como es el que nos toca vivir en la era de la globalización.
En este sentido, una reforma del Estado autonómico, pensando qué competencias debería asumir el Estado central, cuáles las Comunidades Autónomas y la forma en que el Estado debía ejercer una necesaria función de coordinación, me parecía ineludible para actualizar el modelo que había surgido en los años 70. Los puntos que deberían abordarse en ese debate son muchos, evidentemente, pero aquí destacaré solamente dos, que me parecen cruciales: la competencia impositiva y la política exterior. En lo que se refiere al primero mi reflexión es la de que resulta poco coherente que cuando son las Comunidades Autónomas las que asumen la mayoría del gasto público (competencias en materia de educación, sanidad, parte de las infraestructuras, etc.), sea el Estado central el que mantenga un casi monopolio en materia de ingresos, esto es, impuestos. Una mayor responsabilidad de las Comunidades Autónomas en materia impositiva me parece ineludible. En el segundo de los ámbitos, sin embargo, creo que resultaría conveniente fortalecer la posición del Estado central. La política exterior actual sigue siendo un coto casi cerrado a los Estados, y, desde mi desconocimiento, tengo la impresión de que flaco favor se hace a nuestros intereses debilitando la posición exterior de la diplomacia española. Ahora bien, esto no quita para que esta misma diplomacia y, en general, la acción exterior del Estado, haya de ser extraordinariamente cuidadosa con los intereses de todas las Comunidades Autónomas, debiendo establecerse cauces eficaces para que nuestra política exterior sea leal a todos los españoles.
El proceso de reforma de los Estatutos de Autonomía que estamos experimentando desde hace unos años debería ser el lugar idóneo para que se produjera esta actualización de la estructura del Estado. Mi impresión, sin embargo, es la de que este proceso no va por estos derroteros. Más bien se ha asemejado a un regateo competencial con un déficit claro de reflexión. Las causas de este fracaso (fracaso para mí, evidentemente, son muchos los que se muestran satisfechos con lo conseguido) son varias; pero una de ellas creo que es precisamente la ruptura del consenso a la que me he estado refiriendo. Me explico: si existiera un auténtico consenso sobre la estructura del Estado, esto es, si no se discutiera la unidad de España, se podría reformular el sistema competencial sobre bases objetivas, determinando lo que debe ser estatal o autonómico únicamente sobra la base de criterios de eficiciencia y racionalidad. De existir ese consenso tanto el Estado como las Comunidades Autónomas partirían de la misma base para, sobre ella construir el acuerdo. Sucede, sin embargo, que para ciertas fuerzas políticas el proceso de reforma estatutaria es entendido como una fase más en la consecución del objetivo final que es la independencia de la Comunidad Autónoma (País Vasco, Cataluña, Galicia). Desde esta planteamiento cuantas más competencias se asuman, mejor, siempre mejor, y si esa asunción plantea problemas de eficacia o no existen recursos para poder ejecutar las acciones que implica la competencia o, simplemente, se trata de competencias que objetivamente es mejor no tener (léase, competencia penitenciaria), da igual. Todos estos problemas son considerados como menores en tanto en cuanto el objetivo principal es la reivindicación de cuantos ámbitos de poder se pueda.
Desde la perspectiva del Estado central, en cambio, una vez que se pone de manifiesto que el objetivo final puede ser la independencia, el proceso de atribución competencial se examina de una forma cuidadosa. Ahora el objetivo pasa a ser ceder cuantas menos competencias mejor y, desde luego, retener aquéllas que resulten más signficativas. Cualquier cesión en materia impositiva será extraordinariamente difícil de conseguir, por ejemplo. El resultado es que la final el reparto es más fruto del mercadeo que de la reflexión sin que se lleguen a afrontar los auténticos problemas que afectan a la organización de los poderes públicos en el mundo complejo en el que nos toca vivir.
Se trata, para mí, de un resultado descorazonador, no tanto porque tema que se pueda llegar finalmente a la pérdida de la unidad del Estado (lo que desde mi perspectiva tampoco sería una buena noticia), como porque conduce a un discurso y una reflexión incoherentes. Al perder las bases del razonamiento, de nuevo el consenso que tanto echo de menos, se produce un debate deslabazado, lleno de vaguedades y confusiones. Pondré un ejemplo: la tan traída y llevada incoherencia del Partido Popular al impugnar ante el Tribunal Constitucional determinados preceptos del Estatuto de Cataluña que son idénticos a ciertos preceptos del Estatuto de Andalucía que fue aprobado con los votos del PP. Aparentemente se trata de una incoherencia que, además, arrastra otras consigo; pero solamente es tal si nos quedamos en el discurso más formal. Si se analiza el proceso en la clave que aquí defiendo la actitud del PP es coherente. En Andalucía ninguna fuerza política significativa reclama la independencia de la Comunidad, por lo que no existe problema en que se trasladen ciertas competencias del Estado a la Comunidad y que se adopte un determinado lenguaje (la famosa nacionalidad histórica). En Cataluña, en cambio, la situación es diferente; resulta, por tanto, necesario limitar la ampliación de competencias de una Comunidad Autónoma en la que muchos desean dar un nuevo paso hacia la independencia lo más pronto que resulte posible.

En definitiva, nos encontramos en un cruce de caminos. Yo no digo para donde debamos tirar, pero no podemos quedarnos indefinidamente aquí, o de nuevo seremos atropellados por quienes circulan más rápidos y seguros que nosotros.

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